31.10.12


El truco de Tona

Antonia ama las muñecas. Aún hoy, su cama está presidida por una rubia de plástico y cachetes colorados, que está prohibido tocar por extraños.
 Es que allá en el rancho de Las Rosas, a orilla de las vías, los cascotes y los marlos secos que quedaban  al sol tras caer de los vagones de carga , fueron sus juguetes. 
Cuando cumplió los seis años, en aquel abril tan frío, el viejo Felipe la subió junto con todos los demás hijos al carro que tiraba la Falucha, una  fiel y vieja yegua último resto del legado de la bisabuela Mansilla.
Así, Tona, como todos la llamaban, inició la aventura de crecer, porque para el viejo Felipe seis años de mantener un crío sin que trabaje era suficiente. Ahora era tiempo de generar plata.
Fueron incontables las mañanas frías que la vieron transformarse, poco a poco en una linda morocha, de mejillas rosadas, ojos pícaros y buena cintura, que acompañaba con un temperamento demasiado dócil por amor a su "mama"... y por temor al correntino Felipe, su padre.
Ella era la encargada de  las tareas de la cocina, tanto como de ir a buscar al hombre de la casa a la fonda de Vazquez, donde lo ganado por los hijos se esfumaba entre cigarros Avanti y grapas sin fin.
Criar sobrinos fue su especialidad también, esos que de padre desconocido, cayeron un día de Buenos Aires y dajaron en sus brazos,  mientras las madres limpiaban casas y enviaban la mensualidad y grandes encomiendas para todos.
Llegar a Buenos Aires no le  fue fácil,  recién pudo hacerlo cuando "mama" se cansó de las palizas del viejo, al regresar borracho de la fonda. La última paliza fue precisamente  a ella, que  casi muere por el arrebato del correntino, quien  no toleraba que algún mozo del pueblo la pretendiera, y habiendo visto Lola sufrir tanto a su hija tomó la decisión.
Una denuncia en la comisaría del pueblo con todos los detalles de la vida sufrida en tantos años, y los detalles de aquella  paliza ,  fueron suficientes para que la policía del pueblo interviniera,  no sin antes rogarle al comisario que no  suelte suelte al correntino por unos días, hasta vender todo lo que había en el rancho.
Cuando llegó la policía, el correntino no supo de qué lado le cayó el manotazo en el cuello, y de ahí al carro un suspiro demoró en reaccionar: estaba preso.

La última chapa del rancho la compró el turco Elías, buen vecino de la familia, que gustoso  pagó por ese trozo de metal,  agujereado y todo que era el pasaje a la libertad, al respeto, al fin de un agobio. Con el dinero envuelto en un pañuelo bordado con sus iniciales, Lola fue a la estación del tren y compró los boletos para Buenos Aires.

- Ya podés irte correntino.- Se escuchó al comisario, mientras abría la puerta chillona de tanto uso corrigiendo errores. 
- Eso sí, cuidate, porque no me cuesta nada traerte de nuevo en cuanto sepa que volviste a joder a tu mujer , andá- ordenó y a medida que pasaba delante de él, lo miró a los ojos y sentenció- Dale,  salí pedazo de mierda y cuidate como de mearte en la cama, oíste?
El correntino bajó la mirada y salió a la calle.
Cansado. Humillado. Sediento, y  no solo de agua.. . 
 El calor de la mañana  le ardía en la piel que llevaba varios días secándose en la comisaría, sin algo que hacer, sin algo que comer...
Pero los ojos le ardíeron  más, por el inmenso vacío que crecía a medida que se acercaba a lo que fue su rancho, allí donde ahora solo quedaban tarros vacíos, los restos de la última fogata para cocinar, trapos y maderas amontonados en el medio de la nada. Solo podía llorar, porque gritar era inútil, si  estaba solo.

-¿Qué le parece mama?- 
La Lola, miró el largo terreno que le prestaban a su hijo mayor con  la casilla de madera donde había dos piezas, una cocina, y una galería de chapas también, donde poner el brasero para que haya agua caliente todo el día.
- Está lindo m´hijo...está lindo.Gracias...-y humilde como siempre, lloró.
Así pasaron los días  Lola y los hijos más chicos, mientras Tona criaba los sobrinos.

 Villa Martelli tenía el encanto de envolver, a quienes caminaran por sus calles, en el arrullo de las máquinas textiles coreando producción las veinticuatro horas, bajo la mirada de robustos capataces.
Nunca estaba en silencio, y las veredas se pintaban de azul tres veces por día, cuando era el cambio de turno de los obreros  enfundados en sus mamelucos , y las mujeres en sus guardapolvos ceñidos a la cintura.
Fue una de esas tardes, que al pasar por la puerta de una fábrica cercana Cupido enlazó a Tona con el corazón de Gregorio, un mecánico pelirrojo y simpático, de ojos enormes y sonrisa dulce.
Jovencísimos, y valientes para su tiempo, se casaron.
Tona por fin tenía su lugar en el mundo: unl ranchito que armaron al fondo del mismo  terreno prestado a la vieja.Allí faltaba lujo pero abundaba amor, allí  conoció la ternura, el respeto, la gracia y el sueño de una linda vida.
Los días no se contaban, solo se vivían. desde temprano, cuando los tangos sonaban en la radio  antes de ir al taller, así  Goyo tarareaba, mientras comía pan con mate cocido.
Aquella mañana  Goyo,  al salir al patio miró la casita, y susurró suavemente:
 - Me salió linda...- y   miró a Tona , que venía secándose las manos en el delantal de cretona floreado. La miró  tan profundamente, que  mientras ella le sacaba una pelusa del hombro, se sintió turbada  y cuando sus ojos cruzaron el diálogo secreto de los enamorados, el silencio se volvió luz que compartieron en un beso y un “chau”...
A las once y media, cuando el puchero  estaba por  hervir, apareció Venancio el cadete del taller,corriendo por el largo pasillo y gritando:
-¡ Tona, venga!
Como si el viento la empujara, miró al chico desesperada y solo pudo decir:
-¿Qué le pasó a Goyo?- arrojando el repasador al piso se dejó llevar por ese mismo viento hasta aquel lugar de hombres engrasados, que solo había visto desde la vereda.
En ese instante también llegó la ambulancia, trayendo a dos camilleros ágiles y un médico, que al ver a Goyo con su tórax hundido aún, por aquel motor que el cricket no pudo sostener.
El silencio fue total cuando la colorada cabellera de Goyo entronó  la blanca camilla mimetizándose luego con el rojo furioso de su herida que iba dibujando la blanca sábana que lo cubría , y así elevado por los enfermeros, como si fuera el primer paso de una eterna escalera pasó delante de Tona, quien  lloraba desencajada y sumisa ante la vida misma, una vez más.
Pudo escuchar entre los quejidos de su respiración su nombre y se iluminó cuando él abrió los ojos.
 Simplemente lo vio pasar. 
En el trayecto al hospital miles de veces su mano acarició su rostro, en tanto le susurraba palabras de alivio.
Cuando llegaron, besó su frente y siguió con su mirada a la camilla hasta que se perdió  por una puerta blanca al final del frío pasillo .
Nuevamente el silencio, los recuerdos...
En ese silencio comprendió la mirada que cruzaron aquella misma mañana , esa mirada tan profunda que  guardaba el secreto de esta despedida...

 Dicen que lo real es lo único que no perdemos.
Los sesenta años que pasaron desde entonces, no pudieron con ese joven amor, que ni el dolor logró  enterrar en  su memoria,  esa misma que hoy falla tanto...
Nadie imagina cuánto sufrió entonces. 
Tampoco  nadie sabe que hoy, Tona  tiene un truco para gambetearle al olvido: cada mañana cuando despierta, se queda quietita en su cama,  y sus manos recorren sus cabellos tan blancos ya... como  prestándole sus manos a Goyo para que la acaricie,  trayéndole así el calor de  los días compartidos.
 Entonces se levanta, estira la cama, se viste  y , compitiendo con la puntualidad de  la asistente del geriátrico que quiere sorprenderla, Tona la recibe, sentada, sonriente y  dispuesta a vivir una vida linda, con su muñeca en la falda.
Claudia Shammah@





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